Llevo mucho tiempo pensando cómo abordar este tema con los ojos puestos en los escritores nuevos, jóvenes, que se enfrentan a las primeras escenas eróticas, no sobre una cama o laberinto vivencial, sino en el papel, o en la pantalla, a veces tan blanca y desalmada como la hoja.
Los llamados “escritores eróticos” han llegado a plantear un estilo tan repetido, que a veces el nuevo escritor siente que, si no explica lo que cada amante hace durante una escena sexual, no está siendo “suficientemente erótico”. Nada más alejado del erotismo literario y aun de la literatura.
Pero en lugar de comenzar con los malos ejemplos, me permito borrar mentalmente esas trilladas y vacías escenas y regresar al lector a aquella, en el jardín de la madre de Lolita, en el que Jeremy Irons la ve, tomando el sol, mojándose con la regadera, jugueteando con los pies y admirando a bellos personajes en una revista de moda. Una niña de doce años que, junto a la ternura, destapa en el visitante los recuerdos y la lascivia. Una lascivia que se expresa en gestos, en la manera como llega a sostener un pasador de la niña. El erotismo está ahí, en lo insólito. Y lo insólito está en los ojos del escritor que halla en el encuentro humano un fetiche poético, un camino nuevo de sensaciones que el lector no puede haber experimentado antes, para que funcione.
Escribir una escena erótica implica alejarnos de la trivialidad del acto sexual y narrar el choque de los amantes bajo otras premisas. ¡Por qué contar una escena erótica si es tan difícil? No es para todos, pero es, sobre todo, para cuando el texto, los personajes, la historia lo necesiten con fuerza mortal.
Si el autor no tiene ninguna razón convincente para narrar una escena erótica, será mejor que se ahorre ese descalabro en la historia. Esa es la primera premisa: tener una intención y que sea clara, para el escritor y para el lector. La segunda, usar las palabras dispuestas en una sintaxis que nadie haya usado, evitando caer en imágenes repetidas hasta la saciedad. Me voy a permitir un ejemplo:
“Estuvieron espalda contra espalda, hasta que él se llenó los cojones y destrabando la lengua de su natural retraimiento le dijo sin respirar la proclamación de independencia del amor más complicada que puede ocurrírsele a nadie. Le contó el horror que había sido su existencia desde que ella lo besara bajo los árboles, y de las veces que para morir había escogido el sabor a carne cruda de sus labios. Bebé lo escuchó en silencio, las tetas empapadas de leche agria, llorando hacia dentro las lágrimas de su padecer…”
Esta escena, a mi parecer desconcertantemente erótica, ocurre a Bebé, la mujer barbuda y grotesca de un circo ambulante, que llora leche por los senos desde que le robaron a su hijo, semilla de una violación, y al que no ha vuelto a ver en la vida. Y el forzudo Blas, un hombre miope y solo, que se llamaba a sí mismo prenáufrago. Sucede en una carpintería llena de aserrín en El Colegio de la Vida, de La eternidad por fin comienza un lunes, una obra de magistral erotismo de Eliseo Alberto Diego. Los amantes se necesitan tanto que solo son capaces de prodigarse una gesta amorosa a la altura de la pluma de Lichi. Sus escenas están hechas de pasión, ternura, desesperación y lenguaje. El lenguaje es imprescindible en la literatura erótica, otra premisa. Un lenguaje que no tenga que usar otra vez la palabra pezones o punta de las nalgas, y que, si lo hace, produzca en el lector la sensación de estar asistiendo a la magia de un cuerpo de mujer por vez primera. El erotismo no tiene género, o mejor, es de todos los géneros. Tampoco pertenece a un exclusivo narrador. Y, como dice mi amigo Diego Morones, su esencia está en “desnudar al ser sin remover siquiera los calcetines”.
No sirve el erotismo que quiere encubrir sentimientos −a menos que esa sea la intención−, o se aleje de la naturaleza viva y el hallazgo perenne de los cuerpos, pero tampoco el que, de forma descarnada, repite el ritual que todos los hombres y mujeres del planeta utilizamos para aparearnos, y que atañe más a nuestra condición de animales instintivos que de seres voluptuosos.
Hay que pensar con calma la circunstancia y el porqué de una escena erótica. Hay que vivirla en la imaginación y en la piel, hay que involucrar los sentimientos, los buenos y los malos, los humanos sentimientos, para sensibilizar al lector. Y hay, sobre todo, que calentarlo, desollarle los pudores, abrirlo, también, al rito de la sexualidad propia, incluso sobre la blanca página de las palabras.