Toda metáfora es una traducción, una invención, una interpretación nueva de las cosas, y cuando digo nueva, quiero decir única, la que cada uno de nosotros es capaz de hacer desde ese lugarcito privilegiado en el cerebro que es la imaginación.
Ninguna de estas “definiciones” de la metáfora es particularmente mía; es la manera en que los escritores en general, poetas en especial, e intelectuales luminosos han referenciado esas “mentiras”, esos “fingimientos” que son el verso, la ficción, la conjunción de los vocablos en pos de la armonía o el ritmo. La poética de un mundo que se puede traducir en imágenes para sus lectores, y que es un mundo mejor, más bello y acaso más rico que el “mundo real”, y que Lezama Lima definió −aunque para Lezama definir era cenizar− en algo mucho más ancho: las eras. Eras imaginarias las llamó. En definitiva, una invención nueva del hombre, su historia, sus mitos y tradiciones.
Desde el punto de vista teórico, la metáfora es un desplazamiento de significado entre dos términos con una finalidad estética. Su estudio se remonta a la Poética y la Retórica de Aristóteles. Pero no es mi intención detenerme en teorías, sino avistar para el lector, para los nuevos escritores, el infinito que la metáfora implica y significa. La metáfora se está componiendo todos los días en el devenir de nuestra civilización, y exige del escritor, del compositor, un ejercicio poético, de estilo, de evocaciones, una reestructuración de las palabras, una concepción de la sintaxis, que enriquece a diario la lengua y sus melodías, el idioma del hombre en farallones de hondas resonancias, capaces de cambiar el estado de las emociones y los abismos de las soledades.
La buena metáfora es memorable, queda en el recuerdo, se le enuncia como algo imprescindible de la existencia. Es en la metáfora que se esconde el secreto de las cosas, la verdadera significación del sueño y la vigilia, el pensamiento y la imaginación. No existe el arte sin metáforas, como no existe el océano sin el estruendoso espumear de las corrientes marinas. Todo lo insondable y sencillo que ocurre entre las orillas y los inexplorados planetas de las profundidades son la metáfora que cada uno perfora con la espina de la palabra. La metáfora es la vida y sus enceguecedoras luminosidades, y también, sus más tenebrosas penas. Sin ellas como sin el pensamiento, quedaríamos los hombres reducidos a la miserable existencia del buitre que se alimenta de lo ya muerto, lo ya dicho.